El fantasma de Écija

El fantasma de Écija

—Hermana Raquel, ¿me acompaña esta tarde al desván? Nuestra madre me ha encargado montar el belén y allí está todo —la hermana Teresa aprovechó un momento de silencio en la recreación para hablar. Las monjas estaban sentadas en corro haciendo labores de mano. A pesar de hacer frío, la sala de recreación estaba orientada hacia el sur y el sol penetraba por los grandes ventanales que ocupaban toda la pared.

—¿Todavía tiene miedo de ir allí? —dijo la hermana María con una sonora carcajada.

—Me da miedo ir sola, pero no acompañada —contestó la hermana Teresa un poco humillada.

—¿Por qué? —quiso saber la hermana Raquel, pues llevaba en el convento apenas dos meses. Vino a reforzar la comunidad que había pedido ayuda a otros monasterios pues eran pocas monjas.

—Porque vio allí a un fantasma —respondió la hermana María riendo a placer.

—Es verdad que lo vi —apostilló la hermana Teresa.

—Recuerdo muy bien aquel día —intervino la madre Julia, que era la priora—. Iba por el claustro principal hacia mi despacho y de repente oigo a alguien bajar las escaleras como si huyera de un incendio. Me acerqué para saber qué pasaba y veo a la hermana Teresa con la cara más blanca que la nieve y le pregunté:

»—¿Qué le pasa? Parece que ha visto un fantasma.

»—Es que he visto un fantasma, madre nuestra —fue lo que me contestó, con un acento de ultratumba.

—Y es verdad que vi un fantasma —replicó la hermana Teresa.

—¿Cómo era? —preguntó intrigada la hermana Raquel.

—Era un moro.

—¿Cómo iba vestido? —la curiosidad de la hermana Raquel iba en aumento.

—Llevaba una túnica amplia, unos pantalones bombachos, un turbante. —Y apretando los puños añadió—: Seguro que es un moro que murió en la mazmorra y está penando por el convento.

Este convento era un antiguo palacio mozárabe situado en el corazón de Écija. Se había transmitido de generación en generación en la comunidad que lo había construido el Califa de Córdoba Abderramán III. Contaba la tradición que el sultán se hizo este palacio para pasar los veranos. Escogió la Sartén de Andalucía para el período estival. Bien es verdad que en aquella época Écija era una ciudad muy importante, constituía la capital de una cora, una cora era una de las demarcaciones territoriales en que estaba dividida Al-Ándalus.

No es de extrañar que el Califa escogiera este lugar para construir su residencia. Tras la conquista se instalaron en Écija numerosas e ilustres familias castellanas. Por lo tanto, este palacio posteriormente fue morada de distintos nobles hasta que en el siglo XVII lo ocuparon las carmelitas descalzas, protagonistas de nuestro relato.

—Pero si los musulmanes a quienes metían en las mazmorras era a los cristianos —intervino la hermana Beatriz por primera vez en la conversación.

—¡Y yo qué sé!—exclamó contrariada la hermana Teresa —, pero a quien yo vi fue a un moro.

—Cuando yo era joven también una novicia dijo haber visto a un fantasma —observó la hermana Dolores, monja de ochenta años—. Pero poco después marchó y todo quedó ahí.

—Desde luego que la acompaño —dijo la hermana Raquel—. No me lo pierdo, iremos nada más terminar la recreación, no esperamos a la tarde.

Así fue, terminada la recreación la hermana Teresa y la hermana Raquel subieron al desván. Al traspasar la puerta la hermana Teresa se acercó a la hermana Raquel y le susurró al oído:

—No me deje sola ni un momento —en su acento delataba temor más que en sus palabras.

—No tenga miedo, vivimos bajo el techo de Jesús Sacramentado, ¿qué nos va a pasar?

La hermana Raquel avanzaba despacio por el desván mirando hacia todas partes. Había todo tipo de trastos amontonados, cubiertos de polvo. La luz del sol apenas entraba por dos pequeñas ventanas, haciendo brillar a las primeras telarañas que encontraba a su paso, pero estas abundaban por doquier, escondidas en la penumbra. La hermana Teresa se fue derecha hacia las cajas que guardaban figuras, corchos, musgo y demás materiales que se usaban para el montaje del nacimiento.

—Aquí está todo. Hermana Raquel, coja esas cajas que pesan menos —dijo la hermana Teresa señalando unas cajas cubiertas de polvo.

Pero la hermana Raquel no escuchaba, pues estaba absorta en sus pensamientos. Deseaba ver al fantasma y no sabía si podía hacer algo para conseguirlo.

—¡Hermana Raquel! ¿Me oye? —Moviendo el brazo derecho consiguió llamar su atención—. Me llevo esta caja, usted llévese esas otras. —Cogió una grande y pesada y marchó sin más.

La hermana Raquel recorrió todo el desván. Decepcionada por no ver al espectro cogió las cajas que le había indicado la hermana Teresa. Al volverse se topó con el fantasma, las cajas se le cayeron de las manos y todo su contenido rodó por el suelo.

—¡Vaya, pues sí que es verdad que hay un fantasma! —fueron las palabras que consiguió articular. Después de un momento de silencio le preguntó—: ¿Quién eres?

El espíritu no pronunció ni un sonido. La hermana Raquel era de carácter vehemente, fijó sus ojos en los de él, su mirada, mitad de asombro mitad de cólera, equivalía a una interrogación enérgica.

—Soy un alma en pena —su espectral voz resonó como un eco.

—Eso ya se ve. Lo que quiero saber es qué haces por aquí asustando a las monjas. ¿De dónde vienes?

—Pasé mis últimos años en la mazmorra de este palacio. Allí me encontró la muerte y ahora vago por este lugar sin hallar reposo.

—Pues sí que tenía razón la hermana Teresa. —Cruzando los brazos añadió—: ¿podemos hacer algo por ti?

—Solo la misericordia me ayudará a encontrar el camino que me lleve por fin al descanso. —Hablaba lentamente, paseándose por el desván, con la cabeza algo inclinada balanceando suavemente al andar su esbelta figura —. Mientras no encuentre a alguien que se apiade de mí, continuaré deambulando en el mundo de los vivos.

La hermana Raquel lo vio desaparecer casi sin darse cuenta.

***

—Ese me va a oír —fueron las palabras de la madre Julia tras escuchar el relato que le hizo la hermana Raquel. Se levantó de su asiento y se dirigió presurosa hacia el desván.

La hermana Raquel la siguió llena de curiosidad. La hermana María las vio cruzar el claustro, le llamó la atención la rapidez con que caminaban y marchó tras ellas.

—¿Dónde estás? —gritó la madre Julia nada más entrar en la buhardilla—. Sal que te vea.

Solo obtuvo por respuesta el silencio.

La hermana Raquel y la hermana María llegaron un segundo después.

—Eres un cobarde. ¿No te atreves a hablar conmigo? —Volvió a gritar mientras andaba por el desván. Al pasar por debajo de una viga una tela de araña se pegó a su velo. La hermana María se acercó a ella para quitársela, pero tropezó con un viejo atril y cayó sobre la madre Julia. Ambas rodaron por el suelo llevando tras de sí un sinfín de cachivaches que hicieron un estruendoso ruido.

—¿Qué ha pasado? —dijeron al unísono la hermana Beatriz y la hermana Teresa que acudieron al oír el alboroto.

—Nada de particular —contestó la hermana Raquel tras ayudar a la madre Julia y a la hermana María a levantarse.

—Pues vámonos, que aquí no hay fantasma —dijo la hermana María mientras se sacudía el polvo del hábito.

—¿Me buscaban? —Todas se giraron al escuchar aquella voz fantasmagórica que retumbó como un platillo.

La madre Julia dio un paso decidido hacia él.

—Sí. ¿Qué es eso de que no encuentras misericordia? Vivo aquí desde hace más de cuarenta años y en este convento siempre he visto mucha caridad. —El ceño fruncido de la madre Julia mostraba cierto enfado.

— Deambulo desde hace siglos sin encontrar la misericordia que necesito.

—Este fantasma es tonto —afirmó la hermana Teresa.

—Debe querer decir la misericordia que él necesita —intervino la hermana Raquel marcando la palabra “él”.

—Pues entonces tenemos fantasma para rato —rió la hermana María.

—Estoy condenado a vagar entre estos muros, para mí todos los días son lo mismo —el tono lastimero con que habló desfiguró su voz. Dicho esto desapareció dejando a las monjas estupefactas.

—¿Por qué no vamos a la mazmorra? —dijo la hermana Beatriz tras un instante de silencio—. Quizás allí descubramos algo.

—Nunca se ha abierto la mazmorra en los años que llevo aquí —aseveró la madre Julia.

—Quizás sea el momento de hacerlo, madre nuestra —sugirió la hermana Raquel.

***

—Una… dos… y tres —fue la orden de Manolo, hombre del pueblo que ayudaba a las monjas en las labores de la huerta. A la voz de tres hizo fuerza con una palanca para levantar la piedra que tapaba la entrada de la mazmorra. La hermana María hizo lo mismo con otra palanca desde otro ángulo. Inmediatamente, la hermana Raquel y la hermana Beatriz introdujeron un tronco debajo de la piedra para que esta se apoyara en él y así conseguir hacerla rodar con menos dificultad.

—Un poco más —dijo la hermana Teresa con voz ahogada mientras empujaba desde un tercer ángulo.

Tras un último esfuerzo consiguieron hacer girar la gran mole que cayó sobre el suelo de forma atronadora. Todos se quedaron pasmados observando el interior de la mazmorra de donde salió un intenso olor a humedad. La madre Julia repartió las linternas que había preparado tras agradecer a Manolo su ayuda. Fue la primera en bajar las escaleras, seguida de la hermana María que movía su mano delante del foco haciendo parpadear la luz. Alternaba un suave “Uuuuuh” con bulliciosas risas que resonaban en aquellos ennegrecidos muros.

Las paredes estaban pobladas de musgo, donde se proyectaban las sombras de las monjas a medida que iban llegando. La mazmorra tenía forma semicircular, un banco de piedra la ocupaba por entero y sobre él aún permanecían argollas de hierro, enmohecidas con el tiempo. La hermana Raquel se acercó para observarlas con detenimiento.

—¿En cuál de ellas estaría atado nuestro querido fantasma? —pensó en voz alta.

—¡Vaya! Ya ha empezado a quererle —dijo la madre Julia.

El polvo competía con el musgo en el dominio de aquel lugar. La hermana Raquel comenzó a estornudar, sacó su pañuelo, se cubrió la nariz y disculpándose abandonó tan sórdido calabozo. Al salir a la huerta se encontró con la hermana Dolores que aguardaba sentada en una vieja silla.

—¡Qué sitio tan horrible! —exclamó la hermana Raquel, alegre por ver de nuevo la luz del sol.

—Los que aquí metían fueron objeto de la justicia, quizás sus carceleros pensaban que no merecían misericordia, pero si la merecieran no sería misericordia, y misericordia es lo que pide este moro.

—No sabemos si era un moro. La wikipedia dice que este palacio lo construyó el rey Enrique II en el siglo XIV.

—¿La wi qué? —preguntó la hermana Dolores arqueando las cejas.

—Eso es internet, hermana Dolores.

—¿Qué sabrá ese aparato lo que pasa en este convento? —refunfuñó la anciana—. Aquí siempre ha sido voz común que este palacio lo construyó un moro.

En ese instante salieron a la huerta las demás monjas, nuevamente precedidas por la madre Julia, quien dijo nada más alcanzar el último escalón:

—Lo único que saco en conclusión es que en este palacio vivían hermanados el poder y la esclavitud, el lujo y la miseria, el placer y el dolor.

—¿Qué haría nuestro fantasma para acabar aquí? —exclamó la hermana Teresa conmovida.

—No me extraña que nunca hayan bajado las monjas —dijo la hermana Beatriz.

—Esta mazmorra es una señal de miseria y dolor humanos, ha sido bueno conocerla, porque así podemos reflexionar mejor en qué es la misericordia. Misericordia es dar el corazón a los miserables—dijo la hermana Raquel.

—Y Jesús quiere que su misericordia infinita triunfe en el corazón de todos los hombres —añadió la hermana María.

—Volvamos al desván, a ver si sacamos algo de todo esto —propuso la madre Julia.

—Yo también voy —dijo la hermana Dolores a la vez que se levantó lentamente de la silla.

La hermana Teresa le ofreció su brazo:

—Agárrese a mí, yo le ayudo a subir las escaleras.

***

La madre Julia, las hermanas Raquel, Beatriz y María, llevaban ya varios minutos en el desván cuando apareció la hermana Dolores asida al brazo de la hermana Teresa. Esperaban impacientes a aquella extraña figura no terrenal, que no dejaba huellas ni impresiones visibles que les indicaran por dónde iba y venía.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó la hermana Beatriz.

—Simplemente esperar —dijo la madre Julia.

Estuvieron un buen rato aguardando, se preguntaban si aquel espíritu perdería la oportunidad de verse libre de la condena que le ataba a vagar sin descanso. Al fin apareció, lo vieron acercarse quedamente. Los ojos de todas estaban fijos en él, se impuso tal silencio, que ni una mosca se atrevería a interrumpirlo. La madre Julia se aventuró a hablar:

—No sabemos cuál fue la culpa que te llevó a pasar tus últimos días en tan sórdida mazmorra —su voz sonó solemne—, pero si aún estás de alguna manera en este mundo es que puedes esperar en la misericordia de Dios. Una de nuestras misiones es rezar por la salvación de las almas, podemos rezar por ti, pero no sabemos qué más podríamos hacer.

—El amor es más fuerte que la muerte —comenzó a decir el fantasma con una voz profunda, que hasta entonces no habían conocido en él—. Toda la comunidad se ha reunido en torno a mí para ayudarme, esa era la misericordia que yo necesitaba. Ahora puedo descansar. Ustedes han conseguido la unión de corazones y yo la eternidad.

Dicho esto el espectro desapareció de su vista. Poco a poco reaccionaron, como si despertaran de un sueño. Ninguna se atrevía a hablar, se sentían invadidas por la alegría. Abandonaron el desván despacio y en silencio. En ese momento comenzaron a sonar las campanas jubilosas, era un repique alborozado, como en días de fiesta. Se miraron unas a otras:

—¿Quién toca las campanas?

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