Flores que compartir

Suena la campana que recuerda a los niños la hora del recreo, el momento de la expansión tan deseada. Se ven niños correr por doquier, atropellándose unos a otros por conseguir llegar los primeros al patio, al lugar de la arena tan buscado por unos o a la zona donde otros, detrás de un balón, sueñan con ser como sus jugadores de fútbol preferidos.
Risas, gritos, carreras, caídas… todo observado por profesores y educadores con la calma habitual, intercambiando comentarios sobre unos y otros, con la satisfacción que da el trabajo bien hecho.
Entre los últimos llegan al patio Javier y Luis. Conversan animadamente y no parecen mostrar prisa por ponerse en las filas de los grandes futbolistas, como hacen cada día.
—¿Entonces vienes esta tarde a mi casa? —le preguntó Javier.
—Sí, ayer se lo dije a mis padres y me dijeron que podía ir. Quedamos en la parada de autobús, como siempre, ¿vale?
—Sí, allí estaré esperando.
Siguen la marcha hacia la zona más soleada, mientras Luis sueña ya con la deliciosa merienda que le tendrá preparada la madre de Javier, no faltará ningún detalle: unos buenos tazones de leche humeante, rodeados de algunos dulces y panecillos, las servilletas de colores le darán un toque alegre, pero lo más placentero será la sonrisa colmada de cariño de Carmen, la madre de Javier.
Llega la tarde y los dos amigos se encuentran en la parada de autobús, se abrazan efusivamente y comienzan a caminar mientras hablan de cosas entretenidas. Cuando doblan la esquina y llegan a la calle de Javier, Luis observa admirado cómo todos los balcones están repletos de unas florecillas rojas, pintorescas, encantadoras en su pequeñez, flores que sólo había en el balcón de Javier la última vez que estuvo en su casa. Maravillado dice en voz alta:
—¡Qué bonito! ¿Cómo ha sucedido?
—Mi madre ha dado esquejes de sus flores a todos los vecinos.
—¿Qué son esquejes?
—Mejor te lo explicará mi madre.
Carmen abre la puerta de su casa al oír el alborozo de los dos niños, que apuestan por llegar el primero.
—Buenas tardes, señora Carmen.- saluda Luis.
—Buenas tardes. ¿Qué tal están tus padres y tu hermana?
—Muy bien, gracias.
—Vamos, pasad a la habitación. Allí podréis jugar tranquilamente.
Los niños comienzan sus juegos. Ríen alegres durante un buen rato, pero poco a poco el júbilo de sus voces se va transformando en una tonalidad serena y calmada. Hablan animadamente de los sucesos de la escuela a la que van.
—Esta mañana Pablo no le ha querido prestar sus lápices de colores a Andrea. La “seño” ha hecho todo lo posible para que lo hiciera, pero no lo ha conseguido.
—Ya me he dado cuenta, pero enseguida Mónica le ha dejado los suyos.
Alguien golpea en la puerta de la habitación de Javier y la abre suavemente. Es Carmen:
—Chicos, la merienda está preparada. Aquí tenéis —dice, mientras deja la bandeja sobre la mesa. Ha colmado la imaginación de ambos, pues esta vez el color de los dulces sobrepasa en brillo a las veces anteriores, las servilletas presentan dibujos divertidos y el olor de la leche impregna toda la habitación.
—Gracias, señora. ¡Qué bien huele!
—Mamá, Luis quiere saber qué es un esqueje. Ha visto toda la calle llena de tus flores y quiere saber cómo lo has hecho.
—Un esqueje es un tallo que se arranca a una planta, se pone en tierra y, así, se multiplica. Al compartir las cosas no se pierden, al contrario, aumentan.
Luis muestra asombro ante la explicación de Carmen, y se queda en silencio como demandando más.
—A veces, cuando alguien nos pide algo que necesita, tenemos la impresión de que lo perderemos. Dudamos, y, si decidimos dar lo que nos piden, nos quedamos con una sensación de que no lo tendremos más. No es así. Cuando me acercaba a la habitación os oí comentar cómo un niño de vuestra clase no quiso prestar sus lápices de colores a quien se los pedía. Queriendo ganar, perdió, porque sus preciosos colores se quedaron en su papel, mientras que quien los prestó pudo gozar de sus colores en muchos papeles, igual que las flores: si no diera los esquejes, sólo estarían en mi balcón, pero al compartirlos, ahora esas flores alegran toda la calle.
Javier y Luis aprendieron una gran lección y, después de dar las gracias, se lanzaron a su fabulosa merienda. La leche aún humeaba, los dulces conservaban su brillo y la cariñosa sonrisa de Carmen les llenaba de confort.

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